“La escuela al campo”. Autor: Tirso
Sánchez Valdés
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Primer domingo, día de visitas. Su familia llegó temprano,
tenían carro, aunque por aquel tiempo habilitaban ómnibus que
llegaban hasta cerca de los campamentos más accesibles. Eran las 8 de la mañana
cuando lo despertó la mano amorosa de su madre, en un termo llevaba café con
leche aun caliente, tal y como acostumbraba a desayunar cuando tenía una vida
normal. Lo vieron triste, sucio y desaliñado. Enseguida expresó que
no quería seguir allí, que deseaba más que nada regresar con ellos a su casa,
allá donde dejó sus juguetes, sus soldados de goma, su barco pirata, que
previendo que su hermano menor se adueñara de ellos escribió un listado de lo
que debía encontrar cuando regresara de aquellos dos meses que presentía como
siglos. Sintió deseos de llorar pero no lo hizo, el padre lo miró compasivo
pero evadió su propuesta diciéndole que allí se haría un hombre y él pensó que
su padre era un hombre y nunca había pasado una escuela al campo. Tal vez por
eso no le contó de aquella primera noche cuando al apagarse la planta eléctrica
y quedar en penumbras las piedras que cubrían el polvo del piso fueron lanzadas
al azahar y sin tregua por todos ellos, que uno de sus compañeros resultó
golpeado en la frente provocándole una profunda herida, que los sacaron a todos
al exterior a pesar del frío y como nadie dijo quién rompió la cabeza de
su compañero (era prácticamente imposible saberlo), los
mandaron a recoger todas, una por una, no podía quedar ninguna homicida
involuntaria piedra dentro. Allí estuvo, escarbando entre
el polvo hasta que en la madrugada el jefe del campamento decidió que debían ir
a dormir, así se acostó en el saco de yute cubierto por su sábana blanca que
había dejado de ser limpia. Apenas durmió rogando inútilmente a su
asma que apareciera. Llegó aquella mañana y la otra en que dijeron el “inmolant”e lema,
vencedor por supuesto, de la emulación que le otorgó el privilegio
que su brigada fuera la primera en desayunar.
Obvió decirle como descubrió a Reinaldo
mostrándole su pene erecto a Jaimito que lo miraba temeroso e indeciso, no le
contó de la bota que Mandarria, uno de sus compañeros, arrojó violentamente al
ojo derecho de René el gordo dejándolo cerrado por varios días. Solo
quería irse y hasta deseaba contraer sarna como su amigo Luis quien felizmente
se iba dejándole la comida que su familia le llevó para pasar la semana, no le
contó de la letrina asquerosa, de la ducha con agua helada donde debajo de una
especie de plataforma corrían las aguas con excrementos de sus compañeros que
hacían bromas con ello, no le contó de lo horrible de aquellos tres largos días
en que le quebraron su infancia. Solo vio la cara de su padre negando
ligeramente, tal vez pensando qué dirían los compañeros del Partido acerca de
que no hizo un buen trabajo ideológico con su hijo el cual se había
"rajado" de la Escuela al Campo. Aun así sintió deseos de gritar que
quería irse, que no le importaba que a partir de ese entonces, aunque con solo
12 años, ya tendría una mancha en su expediente. Fue en ese momento cuando
un griterío los hizo reaccionar, cerca de ellos Jaimito iba con su
familia hacía la carretera adonde llegaban los ómnibus, la hermana mayor
sostenía la maleta de madera color naranja bien pintado, caminaban apurados
mientras una turba compuesta por muchos alumnos gritaban a más no dar -
blandengue, rajao - así, entonando musicalmente una conga, mientras el niño con
la cabeza mirando al piso apuraba el paso y la profesora que dijo que allí no
se iba a majasear dirigía el combativo coro de insultos. Su padre lo miró
como queriéndole decir que ese era el ejemplo de lo que pasaba con
los débiles, esos que jamás se graduarían de hombres y siempre
serían la burla de sus camaradas. Entonces lo pensó bien y dijo que se
quedaría.
En las próximas semanas se fue adaptando. Como
debían hacer los hombres aprendió a fumar, se escapó varias veces al
campamento de las hembras donde tuvo su primera novia, su primer beso, su
primer toqueteo. Se hizo hábil en eso de desaparecer al monte cuando
había que subirse a la carreta y aparecer una vez que esta llegara al
campamento después de la jornada de trabajo. Se fajó tres veces, lo pedían
entre los primeros para jugar pelota. En las noches aprovechando su
buena memoria mejor que su entonación se destacó cantando, incluso hasta
algunas canciones de presidiarios, en tiempo de guagancó, que le enseñaron
algunos de sus condiscípulos que habían pasado esa experiencia,
al ritmo de varios pares de manos golpeando sobre la maletas de
madera...has manchado con tus lagrimas las rejas, pero límpiala no vaya a sé
que algún penado, al tocarla se quede envenenado, con el veneno de tus lagrimas
ramera...
Claro que se adaptó, hizo amistad con
los repitentes, rompió el candado de la maleta de un
compañero sustrayéndole un paquete de confituras, aprendió a hablar
alto diciendo malas palabras, a sobresalir entre los demás. Por último hasta le
otorgaron el honor de guiar al coro de la brigada donde engolando su voz
gritaba a todo pulmón el lema :
- ¿Si avanzo?
- Sígueme
- ¿Si me detengo?
- Empújame.
- ¿Si retrocedo?
- MATAME
- ¿Por qué?
- Porque es mejor dejar de ser, que
dejar de ser revolucionario.
El tiempo le pasó mucho más rápido de lo que
pensó en los primeros días, de esa forma cumplió con la escuela al campo.
Regresó con el pelo largo, sucio, alegre, cumplidor y victorioso, entonando
aquella canción de moda.
Llegó a su casa y mientras disfrutaba del
especial almuerzo en honor a su llegada fue que cayó en cuenta que no le
importaba que su hermano hubiera tomado sus juguetes, que ya no le gustaban las
aventuras que transmitían por la radio, que de pronto y en tan poco tiempo dejó
de ser niño. Se sintió algo frustrado pero no podía retroceder, el lema siempre
lo llevó consigo durante tantos años que incluso llegó a creer podía ser algún
hombre nuevo.
Miró a su alrededor, sabía que lo que más
abundaba por allí era su triste historia, incluyendo aquellos a quienes
hicieron abordar la nave de Peter Pan pensando que de esa forma escaparían de
su experiencia, ellos también dejaron de ser niños de un día para otro, sin
pausas, sin derecho a decidir. Las luces se apagaron, solo quedó iluminado el
escenario, allí estaban los Formula V, cuarenta años después, cantando con
él y con todos: El campo alegre.
Concierto de Formula V. Miami 2010
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