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"Sol" |
Siempre ando despidiéndome, esta vez no fue
de muchos. Mi partida y sobre todo mi destino no me permitían andar con
explicaciones. Allá quedó ella, como una vez le llamé y le gustó, “mi musa
discreta”, la de los ojos hermosos, la de tanta ternura reprimida, la que me
sedujo en su tristeza. No la he vuelto a ver, no he sabido de ella ni ella
de mí. Simplemente no me despedí, aunque aquella noche en que le acompañé a
coger un bus imaginé que podía ser la última entre nosotros. Aún la recuerdo apurada y torpe sobre
aquellos zapatos con que intentaba aumentar su estatura. Se fue rápido, sin un beso, sin poder
decirle que cuando llegara el verano tal vez me iría para siempre y que no
tendría cerca a alguien quien sabía que la quería aunque no pudiera tenerla.
Todo empezó hacía ya más de dos años, la veía
pero no la miraba, todavía me lo reprocho, me siento culpable. Había mucha mujer hermosa frente mí en aquellas tres horas cada jueves en la
noche. Estaba la tatuadora, hermosa, joven y coqueta. Aquella otra que siempre se sentaba adelante y me
habló de su esposo (oh Federico G. L. al menos al gitano de tu poesía le mintieron
con eso de que era mozuela), la misma quien me llevó un poema de Neruda, el
número 1 exactamente, para que lo leyera en público. Me negué, me pareció
demasiado erótico y me expresó que entonces se lo leyera solo a ella. No lo
hice. Estaba también aquella joven de cabello rizado y pronunciado escote que asumí seductor, provocativo; las tres rubias, una de ellas seria, altiva y callada, la morena
de sonrisa permanente, la de rasgos asiáticos y andar que parecía flotar. Todas
tan hermosas, capaces de absorber la atención de cualquier mortal del género
masculino, o ser admiradas y hasta envidiadas por alguna que otra del suyo propio.
Todas ellas frente a mí, un solitario, taciturno, escribidor de poesías a
nadie.
Una noche se sentó adelante, había llovido. Vestía de negro, calzaba botas de rockera y pude descubrir que lucía aros en los dientes
superiores. Esa noche también descubrí su mirada triste. Fue aquella ocasión cuando habló, fue adelante, se
sentó frente a todos muy dispuesta, desafiante, y respondió a las preguntas que
hizo el resto de los participantes, no sé si con sinceridad, pero me gustó.
Pasaron otros jueves, calurosos, largos y
nostálgicos para mí en aquella nueva etapa donde volvía a acostumbrarme a estar
solo. Aunque ya no tan solo, sin querer una luna llena rondaba mi vida y cada día la esperaba viéndola llegar cansada, con aquella
mirada llena de nostalgia, de algún dolor oculto que siempre me negó.
Un día nos encontramos solos, nadie nos miraba y
le confesé que empezaba a sentir algo hermoso por ella. No se sorprendió, no me
rechazó, me dijo que lo esperaba, lo comprendía, que no me sintiera mal por eso. A partir de
ese momento fui de ella, aunque ella o una parte de ella no fuera mía.
Disfrutábamos
cada momento que nos tocó. Yo me apuraba y terminaba antes para tenerla a mi lado unos minutos. Ella en ocasiones no iba a su clase y entraba en la mía, se sentaba a veces
adelante, a veces detrás y yo notaba que me miraba y no sabía qué hacer, los demás se
daban cuenta, no me importaba porque mi mundo era ella, con su mirada
triste, con sus hierritos en los dientes para enderezarlos o acomodarlos, no sé, como quiera era bella para mí, con la faja innecesaria apretando su vientre para tal vez darle más gracia a su figura, con sus dos nombres indescifrables que aunque en
algún momento traté de articularlos, siempre la pensé como Luna.
Recuerdo una de aquellas tantas noches. Como siempre trataba de terminar mis clases temprano y ella si lo hacía también buscaba algún pretexto para esperar a que yo terminara cuando no era jueves y disfrutar de un hermoso y fugaz instante para vernos, conversar,
comernos mirada a mirada. Yo le dije que la amaba y ella me dijo que aunque no
podía también lo hacía, y hablamos cosas sin coherencia y ella me miraba
mientras ocultaba mis poemas entre sus cuadernos, mis tantos poemas para ella. Le llamaron apremiante, tuvo que marcharse rápido, yo quedé parado, petrificado, mi mente, mi cuerpo y mi vida esa noche estaban
poseídos por Luna. No quería que nadie me hablara, que nadie me mirara, no ver nada ni nadie que la pudiera apartar de mi mente en aquel momento.
Salí, anduve por las calles oscuras, peligrosas, sin miedo pues ella iba conmigo muy adentro. No sé cómo llegué a mi casa, en pocos
minutos llegué y me dormí con ella sintiéndola en el interior de mi alma.
El día siguiente, desde las seis de la tarde
ya andaban mis piruetas para verla, pasar con adolescente "casualidad" por donde creía que
debía estar, o ella ir por donde yo frecuentaba. La vi mirar, buscándome a través del cristal y
cuando nos encontrábamos ya sus ojos no eran tan tristes. Esa noche le conté a
Luna todo lo que me pasó el día anterior, ella sonriente y sorprendida me dijo que también le había
ocurrido lo mismo, igual.
No me despedí y no sé si lo lamento,
alumbró mi vida a pesar de que pocas veces pudimos estar juntos y escasas
solos, conservo copia de todo lo que le escribí a ella y atesoro todo lo
que ella escribió para mi, incluyendo aquella primera carta donde comencé a descubrirla, a soñarla.
No me despedí y es casi imposible que nos
volvamos a ver. El tiempo borra muchas cosas, adelgaza el amor. Aun así sus ojos llenos de tristeza, su
cuerpo menudo, su afán de poeta y su ternura oculta a tantos ojos y
enclaustrada por un dueño, siguen conmigo.
Duele
que pases por mi lado
con la mirada esquiva
oculta en ese viento
donde no estoy.
Duele
sentir lo duro de tu silencio
callando gritos
negando besos.
Duele
Porque eres tú
mi musa discreta
extraviada en laberintos
sin encontrar arcoíris.
Duele
Porque tu llanto
no figura en mis deseos
y sí tu risa
me moldea el corazón.
Duele
mucho
cuando mis ojos buscan tu mirada
y sólo pueden ir
hacia ese vacío
donde escondemos el amor