miércoles, 26 de abril de 2017

Aquella Luna de quien no me despedí

"Sol"
Siempre ando despidiéndome, esta vez no fue de muchos. Mi partida y sobre todo mi destino no me permitían andar con explicaciones. Allá quedó ella, como una vez le llamé y le gustó, “mi musa discreta”, la de los ojos hermosos, la de tanta ternura reprimida, la que me sedujo en su tristeza. No la he vuelto a ver, no he sabido de ella ni ella de mí. Simplemente no me despedí, aunque aquella noche en que le acompañé a coger un bus imaginé que podía ser la última entre nosotros. Aún la recuerdo apurada y torpe sobre aquellos zapatos con que intentaba aumentar su estatura. Se fue rápido, sin un beso, sin poder decirle que cuando llegara el verano tal vez me iría para siempre y que no tendría cerca a alguien quien sabía que la quería aunque no pudiera tenerla.
Todo empezó hacía ya más de dos años, la veía pero no la miraba, todavía me lo reprocho, me siento culpable. Había mucha mujer hermosa frente  mí en aquellas tres horas cada jueves en la noche. Estaba la tatuadora, hermosa, joven y coqueta. Aquella  otra que siempre se sentaba adelante y me habló de su esposo (oh Federico G. L. al menos al gitano de tu poesía le mintieron con eso de que era mozuela), la misma quien me llevó un poema de Neruda, el número 1 exactamente, para que lo leyera en público. Me negué, me pareció demasiado erótico y me expresó que entonces se lo leyera solo a ella. No lo hice. Estaba también aquella joven de cabello rizado y pronunciado escote que asumí seductor, provocativo; las tres rubias, una de ellas seria, altiva y callada, la morena de sonrisa permanente, la de rasgos asiáticos y andar que parecía flotar. Todas tan hermosas, capaces de absorber la atención de cualquier mortal del género masculino, o ser admiradas y hasta envidiadas por alguna que otra del suyo propio. Todas ellas frente a mí, un solitario, taciturno, escribidor de poesías a nadie.
Una noche se sentó adelante, había llovido. Vestía de negro, calzaba botas de rockera y pude descubrir que lucía aros en los dientes superiores. Esa noche también descubrí su mirada triste. Fue aquella ocasión cuando  habló, fue adelante, se sentó frente a todos muy dispuesta, desafiante, y respondió a las preguntas que hizo el resto de los participantes, no sé si con sinceridad, pero me gustó. 
Pasaron otros jueves, calurosos, largos y nostálgicos para mí en aquella nueva etapa donde volvía a acostumbrarme a estar solo. Aunque ya no tan solo, sin querer una luna llena rondaba mi vida y cada día la esperaba viéndola llegar cansada, con aquella mirada llena de nostalgia, de algún dolor oculto que siempre me negó.
Un día nos encontramos solos, nadie nos miraba y le confesé que empezaba a sentir algo hermoso por ella. No se sorprendió, no me rechazó, me dijo que lo esperaba, lo comprendía, que no me sintiera mal por eso. A partir de ese momento fui de ella, aunque ella o una parte de ella no fuera mía. 
Disfrutábamos cada momento que nos tocó. Yo me apuraba y terminaba antes para tenerla a mi lado unos minutos. Ella en ocasiones no iba a su clase y entraba en la mía, se sentaba a veces adelante, a veces detrás y yo notaba que me miraba y no sabía qué hacer, los demás se daban cuenta, no me importaba porque mi mundo era ella, con su mirada triste, con sus hierritos en los dientes para enderezarlos o acomodarlos, no sé, como quiera era bella para mí, con la faja innecesaria apretando su vientre para tal vez darle más gracia a su figura, con sus dos nombres indescifrables que aunque en algún momento traté de articularlos, siempre la pensé como Luna.
Recuerdo una de aquellas tantas noches. Como siempre trataba de terminar mis clases temprano y ella si lo hacía también buscaba algún pretexto para esperar a que yo terminara cuando no era jueves y disfrutar de un hermoso y fugaz instante para vernos, conversar, comernos mirada a mirada. Yo le dije que la amaba y ella me dijo que aunque no podía también lo hacía, y hablamos cosas sin coherencia y ella me miraba mientras ocultaba mis poemas entre sus cuadernos, mis tantos poemas para ella. Le llamaron apremiante, tuvo que marcharse rápido, yo  quedé parado, petrificado, mi mente, mi cuerpo y mi vida esa noche estaban poseídos por Luna. No quería que nadie me hablara, que nadie me mirara, no ver nada ni nadie que la pudiera apartar de mi mente en aquel momento.

Salí, anduve por las calles oscuras, peligrosas, sin miedo pues ella iba conmigo muy adentro. No sé cómo llegué a mi casa, en pocos minutos llegué y me dormí con ella sintiéndola en el interior de mi alma.
El día siguiente, desde las seis de la tarde ya andaban mis piruetas para verla, pasar  con adolescente "casualidad" por donde creía que debía estar, o ella ir por donde yo frecuentaba. La vi mirar, buscándome a través del cristal y cuando nos encontrábamos ya sus ojos no eran tan tristes. Esa noche le conté a Luna todo lo que me pasó el día anterior, ella sonriente y sorprendida me dijo que también le había ocurrido lo mismo, igual.
No me despedí y no sé si lo lamento, alumbró mi vida a pesar de que pocas veces pudimos estar juntos y escasas solos, conservo copia de todo lo que le escribí a ella y atesoro todo lo que ella escribió para mi, incluyendo aquella primera carta donde comencé a descubrirla, a soñarla.
No me despedí y es casi imposible que nos volvamos a ver. El tiempo borra muchas cosas, adelgaza el amor. Aun así sus ojos llenos de tristeza, su cuerpo menudo, su afán de poeta y su ternura oculta a tantos ojos y enclaustrada por un dueño, siguen conmigo.   

                                                                  
Duele
 que pases por mi lado
con la mirada esquiva
oculta en ese viento
donde no estoy.
Duele
sentir lo duro de tu silencio
callando gritos
negando besos.
Duele
Porque eres tú
mi musa discreta
extraviada en laberintos
sin encontrar arcoíris.
Duele
Porque tu llanto
no figura en mis deseos
y sí tu risa
me moldea el corazón.
Duele
mucho
cuando mis ojos buscan tu mirada
y sólo pueden ir
 hacia ese vacío
donde escondemos el amor


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