sábado, 15 de junio de 2013

Por encargo

"Ir." Autor: Esteban Díaz Montesinos
Aunque el cuento que les refiero hoy se publicó como "El marmolero", su titulo original, después quise  cambiarlo a "Por encargo", y en parte lo hice cuando por encargo me pidieron que escribiera el guión para una versión televisiva, que no terminé pues mi viaje a otras tierras interrumpió mi labor de guionista en Cuba.
Parte de esta historia fue cierta, recuerdo que todo ocurrió durante uno de los festivales o encuentros de vídeos que se celebran anualmente en La Habana, al regreso de una de sus jornadas un veraniego aguacero me obligó a refugiarme en un portal frente al cementerio de Colón. Allí rodeado de curiosos había un hombrecillo que hábilmente grababa en el mármol dispuesto como lápida y mi mente ociosa fabuló que alguno de los curiosos podíamos de pronto ver que grababa uno de nuestros nombres. 
Al día siguiente, mientras esperábamos el inicio de la jornada de premiación comenté la idea con mi amigo Pepito Lemuel, quien con su agudo sentido del humor me sugirió algunos pasajes. Más adelante otro amigo, Sir Palmiche, adornó con su prosa la visión de los muros del cementerio, enriqueciendo ambos el cuento. 
Hoy lo volví a leer, también casualmente encontré el guión y ahora me encargo de publicarlo aquí.

EL MARMOLERO

Él, Andesio estaba cansado de pasar por aquel lugar aunque nunca se fijó en el portal del desvencijado edificio hasta aquel día en que la lluvia apretó y tuvo que refugiarse allí. Mojados (él y su bicicleta), se cobijaron bajo el penoso techo. Al frente, toda su vista y algo más la llenaba el espectáculo de tranquilidad y silencio del cementerio. La interminable cerca amarilla pintada con cal y colorante destiñéndose ante cada aguacero (como ese), para dejar otra capa de cal y colorante amarillo que de tanto pintar y despintar había contaminado al centenario muro y sus componentes de arena y ladrillo de amarillo por siempre. Las barras, en terminales de lanzas guerreras sujetas al concreto macizo con sus cruces en un relieve centralizado y de constante publicidad a la muerte, parecían poner un límite entre el mundo de los vivos y los muertos soportando  con un rostro más serio el incesante aguacero.
Andesio sintió un golpear interminable y miró a su derecha, en el otro extremo del portal un hombre tallaba con increíble habilidad sobre algo que no logró distinguir por la poca luz, pero sintió curiosidad y quiso acercarse, entonces observó que a su espalda conversaban dos fornidos negros con rostro de pocos amigos, Andesio agarró fuertemente su bicicleta por los manubrios y mirando al cielo vio caer la lluvia con más fuerza, el techo del portal anunciaba con su cabilla oxidada al desnudo un próximo desprendimiento de sus componentes. Todo esto lo hizo convencerse y con pasos lentos sin soltar su bicicleta se desplazó hacia el otro extremo del portal.
El hombre o mejor dicho, el hombrecillo, no dejaba de trabajar a pesar de los curiosos que le rodeaban, golpeaba con agilidad poco vista y  gran precisión sobre un cuadrado de mármol bien cortado. Andesio que se hallaba a pocos pasos de él pudo ver con  mayor exactitud la delgada barrena en una función increíble de gubia, sólo un poco más gruesa que sus piernas, el short (verde - chillón) debió pertenecer a alguien del doble de su estatura (tal vez a algún vecino del frente que perdió originalidad sepulcral), sus espejuelos de gran aumento, que podían ser muy bien las lupas de Melquiades, daban dimensiones gigantescas a sus ojos. En un principio, Andesio no lograba precisar lo que se tallaba con tanta rapidez pero más tarde se percató que el trabajo de aquel pequeño ser consistía en las inscripciones de lápidas con los nombres, así como fechas de nacimiento y defunción de algún finado, con alguna que otra dedicatoria y una cruz o algo alegórico al más allá.
Los curiosos, como siempre, apenas lo dejaban continuar su labor con sus idiotas  preguntas -¿Cómo es posible que no se rompa el mármol? ¿Cuánto cuestan las más grandes? ¿Y las más chiquitas? ¿Tiene licencia? Y mil boberías más que llevaron a Andesio al estatus de aburrido decidiendo cambiar su vista hacia las nubes grises cada vez más empeñadas en inundar la ciudad. Luego de un rato de observarlas y hacer un pronóstico personal de meteorología volvió su vista hacia el hombrecillo y su obra, no sabía  por qué tampoco había podido  fijarse en lo que rezaba en aquella inscripción, fue entonces cuando uno de los curiosos decidió irse bajo la lluvia y la lápida casi terminada quedó ante sus ojos pudiendo leer con asombro:

ANDESIO DE LA C. ANTORNOCHEA PÉREZ
29-02-48 AL 25-06-99
DE SUS FAMILIARES
Y
CROS. DE LA UNIDAD DE PASTOS Y FORRAJES

-      Coño, ese soy yo (pensó alarmado), esto tiene que ser una broma.
Miró de nuevo, le temblaban las piernas, estaba tan blanco como un papel, con temor se acercó al hombrecillo y le dijo:
-      Oiga compañero, ¿ese nombre está bien escrito?
-      Sí - respondió sin dejar de tallar.
-      Pero ese es mi nombre.
-      Yo me llamo Juan Rodríguez y hay millones que se llaman igual que yo.
-      Pero también es mi fecha de nacimiento.
-      Y yo nací el 2 de julio y han nacido también millones ese día.
-      Pero hombre ese soy yo y no me he muerto.
-      Bueno amigo – respondió imperturbable - el día 25 aún no ha terminado todavía quedan unas cuantas horas para las 12 de la noche.
-      ¿Y por qué está usted   haciendo eso? - casi imploró derrumbado.
-      Trabajo por encargo.
-      ¿Quién se lo encargó?
El hombrecillo dejó de golpear la losa, se quitó los espejuelos llenos de polvo limpiándolos con su camiseta, sus ojos eran tan pequeños que parecía que era imposible poder distinguir la figura de Andesio ante sí, entonces dijo molesto:
-      Señor, esto es secreto profesional, por favor le ruego que no me haga más preguntas.
Andesio lo miró pero ya no lo vio, a pesar de que aún llovía (ya no tan fuerte) montó su bicicleta. Pensó que todo aquello no era más que una simple broma, pero, ¿a quién se le iba a ocurrir y cómo se iba a saber que ese día llovería y que él llegaría allí?
-      No (meditó), tiene que ser una coincidencia, sí claro, cuántos Pérez  hay, además yo soy materialista dialéctico, más que eso yo soy un comunista, así que cómo voy a estar creyendo en muertos ni en cosas del más allá.
Este pensamiento lo animó, no obstante en el trayecto a su casa cada vez que veía aparecer un “camello” o tener que cruzar una peligrosa intercepción se bajaba de la pesada bicicleta, subía ridículamente a la acera y seguía por esta hasta pasar el peligro. El viaje se demoró más de lo acostumbrado, pero al fin llegó más contento que nunca, porque otra vez había probado su férrea voluntad, esta ocasión  ante las hostiles fuerzas del oscurantismo.
Ya en la calle donde vivía le volvió el alma al cuerpo e incluso sintió hasta hambre y compró un coquito prieto en una improvisada cafetería, por aquello de recuperar el azúcar quemada de su cuerpo debido al esfuerzo realizado con la bicicleta.
 Llegó a su casa, con tranquilidad se bañó y después de comer una frugal cena compuesta por arroz, potaje de chícharos, plátanos y un trozo de pan, encendió el televisor y se puso a ver el noticiero de las ocho que no se perdía por nada de la vida.
 Allá en el portal, frente al cementerio, el hombrecillo observaba con orgullo su obra, la lapida de Andesio de la C. Antornochea Pérez  estaba terminada, le pasó un paño para quitarle el polvo y la inscripción resurgió elegante, distinguida, sin igual. Otra vanidosa mirada  al pedazo de mármol y con sumo cuidado lo cogió en sus pequeñas manos, así lo condujo al cuarto en el interior de la casa donde almacenaba varias decenas de lapidas de diferentes tamaños y la acomodó en lo que más que habitación parecía un osario funerario.
 En la sala de su casa, Andesio sobre un sofá estaba  muerto, al frente en la televisión un locutor con voz grave leía una nota donde anunciaba sobre una venta de coquitos prietos contaminados con una letal y desconocida sustancia, la cual hasta el momento había causado la muerte a seis personas y otras muchas estaban hospitalizadas. Antes de concluir la lectura de la nota el locutor reiteraba que todo el que hubiera comido de los referidos coquitos prietos acudiera con urgencia al hospital más cercano.
Allá, frente al cementerio en ese mismo instante sonó el timbre del teléfono, el hombrecillo corrió  solicito, lo descolgó y anotó un nombre, una fecha de nacimiento y de defunción y al final una dedicatoria.

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