sábado, 12 de noviembre de 2011

El orador y las croquetas

Siento nostalgia por las croquetas, aquí no hay, no se conoce en esta tierra de tan variada cultura culinaria. La croqueta no se olvida ni aun lejos, hasta aquellas que le decíamos rascacielos porque se pegaban en el cielo de la boca me parecen en la distancia un apetecible manjar. Tal vez por mi ansia de comer croquetas fue que desempolvé este cuento basado en algo que realmente ocurrió en mi Habana en los primeros años de este siglo XXI.


El orador y las croquetas

Por fin la "juventud" pudo reunir a un grupo de estudiantes aburridos y a fuerza de “persuasión” los llevaron hasta el estrecho lugar donde se develaría el busto del prócer cuyo nombre lleva el recinto estudiantil. Llamas fue (lógicamente), el designado para ser el orador del día y preparó un discurso que como buen discurso a lo cubano no terminaba nunca y los bostezos y el  -“ñó”- ya comenzaban a escucharse junto al murmullo que  amenazaba convertirse en escándalo. En eso llegó Ignacio con su portafolios modelo dirigente años 70, cargado hasta el tope de panes con croquetas, guayaba, gandinga u otro producto que bien podía venir adornado con  una rosca de tomate, una hoja de lechuga y que nunca le faltaba su rocío de salsita - todo a dos pesos, porqué la vida está muy dura mi hermano - agregaba con cara de lastima.  
Escaleras arriba escuchó al orador quien ya hacía buen rato había dejado atrás la biografía del prócer y ahora se dedicaba a echarle con el rayo al enemigo culpándolo de todos los males y dificultades que agobiaban por todas partes. Ignacio superaba el primer descanso cuando se percató de lo que ocurría y en silencio decidió bajar retrocediendo lentamente, sabía bien lo que ocurriría si aquellos espectadores descubrieran su presencia, pero en su retroceder lento y silencioso no se percató de la estudiante que subía al acto con un desgano y cara de disgusto como si fuera a la silla eléctrica y allí mismo se produjo la fatal colisión. - ¡¡Ignacio!! - exclamó ella llena de felicidad al descubrir al hombre que se detuvo aterrorizado al calcular las consecuencias de aquel jubilo, pero al instante se recuperó alejándose primeramente con paso disimuladamente apurado y después corriendo a todo lo que daban sus piernas sin la más mínima discreción.
Los estudiantes escucharon el grito de la muchacha y al unísono todos voltearon sus rostros
 - Es Ignacio - dijo alegremente un trigueñito que llevaba al hombro una mochila con las tortugas ninjas - trae panes con croqueta - agregó una mulata grandísima. Y no sé habló más, escaleras abajo se lanzaron todos a tropel detrás del pobre Ignacio
- Dame un pan con croqueta de pescado - gritaba al borde de la histeria la alumna que lo descubrió creyéndose lógicamente la que más derecho tenía - y a mi dos de pasta de oca - tronó un negrito chiquito -Yanisleidy, cojéeme uno de croqueta de pescado sin cebolla, que te lo pago después - casi rogó un mulatico afeminado y rezagado a una bella rubia que iba a la vanguardia.
Y arriba quedó solo frente al prócer el orador sin saber que hacer, entonces tiró el discurso plasmado en innumerables cuartillas dentro de su portafolios inmenso (que Ignacio hubiera envidiado para cargar más panes con croquetas aun), y corrió detrás de los estudiantes quienes ya se perdían en el bosquecito cercano en pos del vendedor.
El orador llegó agitado y sudado al grupo de estudiantes que hacían una disciplinada cola para comprar la mercancía alimenticia que ofertaba Ignacio. La fila avanzaba rápido porque en realidad el vendedor era un tipo muy eficiente y organizado,  clasificaba su oferta escribiendo el contenido en  hojas de papel donde envolvía los panes, que antes fueron modelos de controles absurdos que nunca se usaron y que Ignacio rescató de un almacén lleno de otras cosas también inútiles, agilizando de esta forma la venta.
El de la mochila con las tortugas ninjas acababa de comprar un pan con croqueta de tilapia - Está riquísima, le eché salsita y una rosquita de tomate maduro como a ti te gusta - promocionaba Ignacio sonriente cuando apareció el orador. Todos quedaron petrificados mirando al vendedor que con rostro aterrorizado avizoraba su triste futuro, expulsado de por vida de aquel recinto que amaba tanto y le reportaba - una tierrita pa compensar la basura de jubilación que no me alcanza ni para la primera semana -  y por supuesto con una buena multa por la cabeza si salía bien y no iba por un tiempito a la cárcel. El orador se detuvo mirando uno por uno a los estudiantes quienes disimulaban como si fueran invisibles, abrió su gigantesco portafolios y los pobres muchachos lo comprendieron todo, en un momento extraería los papeles y continuaría allí mismo el tedioso discurso al que seguramente agregaría al menos una hora extra para descargarles sobre su reprochable actitud ante aquel  vendedor ilegal con quien ya se tomarían las medidas pertinentes. Después de interminables segundos de escarbar en su extraordinario portafolios sonrió malicioso, ya tenía todo lo que buscaba, así mientras sacaba su mano, miró al tembloroso vendedor y ya con los dos pesos visibles dijo - Ignacio, mi hermano dame uno de gandinga, tu sabes que a mi me encanta, además como la cocina está rota hoy no tenemos almuerzo y yo tengo sexto turno - y pagando su pan con croqueta de gandinga que además de salsita y tomate llevaba lechuguita porqué Ignacio se lo dijo bajito, se alejó de lo más contento del bosquecito ante la mirada atónita de los estudiantes que aunque se les coló, ni se molestaron.   

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