viernes, 30 de enero de 2015

Enterremos los cañones

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La ciudad está llena de cañones, piezas de artillería de muchas épocas que ni se sabe bien cómo fueron apareciendo. Cañones que apuntan al mar, a tierra, al cielo, pero cañones que en 5 siglos han disparado muy poco a excepción del cañonazo de las 9, que aun suena y sonará su diaria bala de salva abrazando el tiempo.
Cuando La Habana era poco más que un pueblito algunos piratas se atrevieron a atacarla, después se armó de cañones y aunque asediada ya no hicieron el intento hasta 1762 cuando los ingleses la atacaron e incluso la tomaron, pero esta vez las piezas de artillería poco sirvieron, pues los muy picaros desembarcaron por Cojimar, una localidad cercana, avanzaron a la capital y atacaron sus fortalezas desde tierra haciendo inútiles las batería de pesados cañones aletargados que miraban al mar.
Después llegó más artillería, cuatro bocas, antiaéreas, misiles tierra-tierra, tierra-aire y cuanta combinación apareciera, lo cierto es que afortunadamente no se le dio mucho más uso que el de sus abuelos de hierro macizo.

Como monumento improvisado, sin una ley o reglamento que lo ordene, la mayoría de los cañones de la ciudad están enterrados en el pavimento, tal vez una analogía de aquello de “enterrar el hacha”, un grito a esa paz que no hemos dejado de tener a pesar de los histéricos gritos de guerra tan escuchados. Así, desde mi barrio de origen, donde también yace enterrado un cañón, hasta las zonas residenciales los podemos encontrar en cualquier parte, en cualquier posición, siempre haciéndonos recordar que los habaneros aunque no  disparemos un tiro siempre estaremos bien protegidos.




















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