martes, 3 de diciembre de 2013

Día del médico

El Obelisco. Foto del autor
Nosotros le decimos "El Obelisco" a la gran jeringuilla que preside una de las más centricas avenidas de Marianao, en La Habana, donde se ubican los principales centros hospitalarios de aquella otrora ciudad, descuartizada y rebajada a la categoría de municipio por obra y desgracia de no sé qué decisión. En realidad ese imponente monumento fue erigido en honor al medico y cientifico cubano Carlos J. Finlay (la J es de Juan, pero desconozco si alguien alguna vez al referirse a él menciona su segundo nombre), quien de forma decisiva contribuyó con sus investigaciones a erradicar la fiebre amarilla, flagelo que cobraba miles de vida por aquellos años, sobre todo en latitudes tropicales, especialmente entre los obreros que construían el canal de Panamá.
El aporte fue tan trascendental que la Confederación Médica Panamericana, acordó nombrar cada año el 3 de diciembre, día del nacimiento del eminente médico, como el Día de la Medicina  Iberoamericana, festejo de todos los galenos, con la excepción de Bolivia, país que desde 1967 lo hace el 14 de agosto, decisión adoptada según se cuenta, como homenaje a la labor del Inca, que ese día era cuando unicamente salía de sus palacios, motivado por el equinoccio de primavera a recorrer sus posesiones, lo que implicaba que para ese día sus subditos higienizaran sus viviendas como respeto al soberano.
Para mi el 3 de diciembre sigue siendo el Día del Médico, esté donde esté, y tendrá mi felicitación cuanto médico haya en el mundo que ejerza su profesión con la etica que requiere ese noble ejercicio de la medicina.
No puedo dejar pasar por alto lo significativo que era para mi el "Día del médico" cuando en mi familia todos se disponían a homenajear al Dr. Drake, quien no era un pariente muy cercano, pero si muy cerca y muy respetado por su trabajo. Hoy ya hay más médicos y enfermeras licenciadas en la familia, como mi hija y mi hermana...pero en una familia de cubanos jodedores siempre existe una anecdota para cada fecha, esa fue la que recogí de tanto escucharla y la que quiero compartir con quienes me lean.



Día del médico

El tercer día de diciembre no era un día cualquiera, era el día del médico y con esto se rendía homenaje al doctor Carlos J. Finlay, descubridor del mosquito aedes aegypti como transmisor de la fiebre amarilla, que tanta muerte produjera por estas tierras del trópico en los albores del siglo XIX y principios del XX. Por eso era un día especial y sobre todo para quien en su familia, aunque  fuera un pariente lejano, ostentara el orgullo de tener un médico como uno de sus miembros.
Y así ocurrió, en aquella familia había un médico y de los buenos, se llamaba Teodoro Drake, y me consta que aquel mulato alto, delgado y con innegables gestos amanerados, nada tenía que ver con el famoso pirata que azotó las costas caribeñas, ni nada de americano y mucho menos de ingles, nadie ni siquiera lo llamó nunca por su nombre de presidente de los Estados Unidos; allá en su natal barrio de Pogolotti  todos le decían  Teodoro o Teo, y tiempos después cuando a sangre y fuego logró la investidura de Doctor en Medicina, le llamaban Doctor Drake, no Dreik como se pronuncia en inglés, sino tal y como se escribe en buen castellano.
Cuco, su tìo político, un carpintero con más cultura que cualquier universitario de estos tiempos, era  una de esas personas que más lo apreciaba y respetaba, pero nunca tanto como para llamarlo doctor, no, nada de eso, siempre lo denominaba con el económico y cubano “docto”.
Así comenzó todo, un tres de diciembre por los años cincuenta del siglo pasado en que Cuco, como año tras año, nunca olvidó felicitar al docto, ni llevarle un modesto presente.
Por esas cosas que no tienen mucha explicación, en esta tierra a lo que en otras partes se le llama torta o pastel, aquí le decimos cake,  como se pronuncia en inglés, kei; quizás tenga alguna relación con el famoso “happy birthday to you”, que casi nadie sabía que quería decir y todos lo cantaban y todavía lo cantan al compás de desafinados aplausos que repiten los desorientados y ansiosos niños ante el deseado dulce, que solo piensan en entrarle a dentelladas sin tanto canto que no entienden.
Pero Cuco, para ser original, sin quererlo, le llamaba al kake, de la forma como se escribe, utilizando en muchas ocasiones el diminutivo de cakesito. Y así, cada tres de diciembre, alrededor de la cinco de la tarde arribaba al Reparto Finlay, donde vivían muchos médicos y por supuesto el Doctor Drake, quien quizás no lo hacía por eso, sino por la cercanía del sobrio asentamiento con el barrio de Pogolotti.
Con su cakesito barato siempre llegaba Cuco puntual a la casa, nunca entraba por la puerta principal, sino por el pasillo lateral, con sumo cuidado de no dañar las plantas sembradas por el médico, ni de tropezar con la “dichosa llave del agua para regar las matas" que no sabía a quien se le ocurrió ponerla allí, que casi no se veía y a cualquiera, como le ocurrió en dos o tres ocasiones a él, podía tropezar,  caer y darse un "mal golpe". Al final del estrecho corredor estaba la iluminada biblioteca en la que ya le esperaba el reconocido galeno vestido con pantalón tipo Bermudas, camiseta blanca y sobre su casi calva cabeza una gorra del Club Marianao de pelota; como calzado llevaba unas distinguidas pantuflas a la que ambos hombres siempre evadieron decirle chancletas aunque fuera un nombre bien criollo, todo esto con el fondo musical de la interpretación al piano de Maria Luisa, la esposa del doctor y sobrina de Cuco, quien al este llegar interrumpía “La Comparsa” de Lecuona, para ir a saludarlo. Por su parte el "docto" lo recibía con su impecable sonrisa de tratar a sus pacientes, dejaba a un lado lo que estuviera leyendo que podía ser literatura médica, grandes clásicos de la novelística universal, muchas veces en su idioma original, o quizás su favorito, un cuentero cubano apenas conocido de nombre Onelio Jorge Cardoso, a quien consideraba unos de los más grandes escritores a escala mundial. Con suma finura se ponía de pie y afectuosamente le estrechaba la mano, aceptando el cumplido, mientras que María Luisa casi le arrebataba de la mano la caja  de cartón rodeada de un fino cordel blanco y rojo, e iba corriendo  a la cocina a cortar el dulce en tres grandes trozos y servirlos en finos platos de postre junto a tres vasos también finos con limonada. Después hacían un brindis con el referido refresco, que Cuco proponía a la salud del docto y este siempre agregaba: - y de todos los cubanos - comían con voracidad de infantes el cakesito y entre bocado y bocado el médico agasajaba la frescura de la panetela y el sabor del merengue y Cuco orgulloso argumentaba que lo habían hecho especial para él en la panadería “La esquina de Raúl”, cuyo propietario era  cliente suyo y relataba que su hermano Miguelito el Grande era marchante de la dulcería de La Candeal en la Habana, pero él - que va, la mejor dulcería de Marianao y quizás la mejor de Cuba o del mundo, es la de Raúl.
 María Luisa volvía al piano y tocaba “Quiéreme mucho” a sabiendas que a su esposo no le agradaba porque le parecía una canción de borrachos, pero a su tío le encantaba, al igual que “Damisela encantadora”, pues todos conocían que le recordaba un romance que tuvo con una jamaicana en el puerto de La Guaira, allá en Venezuela años atrás. Ellos movían la cabeza  al compás de la música y sin apenas darse cuenta tarareaban el estribillo “... damisela encantadora, damisela por ti yo muero...”, hasta que Cuco miraba al cielo, decía que estaba haciendo frialdad, repitiendo elogios y felicitaciones al médico y sin hacerle prácticamente caso a su sobrina, se marchaba.
Todo esto casi de igual forma ocurría año tras año, hasta que un día Cuco llegó a la imprenta “Marianao Alegre”, de su cuñado Luis, para hacer tiempo mientras le terminaban el encargo en la dulcería que quedaba cerca. Como había teléfono aprovechó y marcó el número del doctor, que por aquel entonces comenzaba con una B y no con el 2 utilizado hasta ahora. Pero Cuco no contaba que en la extensión de más atrás estaba Tirso, su sobrino favorito acechando para gastarle una de sus consabidas bromas.
El timbre sonó tres veces, Tirso levantó el teléfono conectado al mismo número y aprovechando el bullicioso claxon de un camión Mac que pasaba por la Calzada, colgó y descolgó de nuevo sin que el carpintero se diera cuenta, entonces imitando la afeminada voz del médico dijo:
-         Oigo
-        Ah, es usted docto – dijo Cuco, quien ya como siempre había caído fácilmente en la trampa - felicidades, ¿cómo la está pasando en su día?
-   Bien, muy bien Cuco, usted como siempre, no se olvida –respondió el sobrino tratando de aguantar la risa.
-         Bueno docto yo solo lo llamé para darle mis congratulaciones por el día del médico y reiterarle que allá en la tarde iré como siempre a llevarle su cakesito.
-        Ay Cuco, no se ponga bravo – dijo Tirso desde el otro lado a punto de estallar de risa y sin acordarse de que ya no hablaba tan amanerado -  pero ya usted me tiene tan cansado con esos cakesitos de mierda, por favor hombre busque otra cosa.
-         Pero docto... –
 Y no pudo más, quedó petrificado frente al teléfono, se puso blanco e impávido, no entendía qué pasaba con aquel médico tan culto y educado que rebasaba los limites de la erudición, utilizando aquella palabrota, qué diría la familia o el propio colegio médico si se llegaran a enterar, que vergonzosa situación, no podía creerlo, aquel hombre era imposible que fuera tan ordinario y de contra malagradecido. Todo esto pasó en un interminable instante de bochorno por la mente de Cuco que no soltaba el teléfono soldado a su mano derecha sin saber que decir, hasta que una risa conocida a través del auricular y después del éter le devolvió la vida, miró hacia el fondo del local de la imprenta y lo descubrió allí, sentado frente al buró inmenso, en aquella silla de madera hecha por el mismo y a quien su sobrina Mariana había confeccionado un suave cojín, porque al decir de ella, quien a veces era un poco vulgar a pesar de la buena educación recibida - no hay culo que la resista - se encontraba todavía con el aparato telefónico, frente a su iluminado rostro su sobrino riendo a carcajadas. Se repuso y ante la mirada atónita de otras dos sobrinas que también trabajaban en el negocio, recobró su magnifico color de hoja de tabaco pulida y dijo por el teléfono:
 - Coño, yo sabía que eras tú.
Allá en el fondo Tirso  no podía parar de reír, sus sobrinas Luisa María y Ernestina atendiendo al público desde el mostrador al comprender la broma también rieron aunque discretamente.
Al final Cuco rió también, después y sin que nadie lo supiera fue al Café Raúl, sé tomó una malta Hatuey y habló con el propietario de la dulcería para que le cambiara el económico cakesito por dulces finos.
Y cuentan que hasta que la situación se puso mala y no hubo nada que regalar, Cuco siguió obsequiando ininterrumpidamente al docto el día del médico, aunque ya no siempre con los famosos cakesitos.



                        La Habana. 3 de agosto de 2004 


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