Haber nacido un 29 de febrero solo nos hace diferente a personas que nacieron en los restantes 1460 días en un periodo de 4 años, no creo que seamos especiales y mucho menos marginados por aquellos que decidieron agregar las 6 horas “sobrantes” debido a la rotación de la tierra y agregárselas al “pobre” segundo mes del año que nada más le tocaron 28 días.
Lo que sí creo es que somos únicos, aunque en realidad no conozco a mucha gente que ha nacido ese día, que yo recuerde a uno solo, que por casualidad nos llamamos igual y a quien desde mi niñez a la que han sobrepasado varios 29 de febrero, no he vuelto a saber. Hace ya algún tiempo recordé una anécdota en la que este doblemente tocayo más que ser parte era su protagonista, le di alguna forma y la escribí para formar parte de mi libro de relatos “Pasó en el barrio”
¡Caballero, como gozo¡
Osvaldo era negro y grande para su edad (en aquel tiempo no pasaba de 12 años), con unos grandes labios rojos y exageradamente abultados que no lo salvaban de que alguna vez a la salida de la escuela le cantáramos aquello de - ¿por qué lo mataron? por bembón. También recuerdo que era muy pobre y vivía con su numerosa familia en una casa de madera que parecía desmoronarse al primer aguacero, allá, al lado de la cañada donde corrían las aguas albañales a cielo abierto.
Siempre tuvo 4 años más que yo y lo recuerdo bien porqué nuestro cumpleaños es el intermitente 29 de febrero, ese día no faltaba a mi casa por nada de la vida (ni los 28 cuando no era bisiesto), siempre llevándome como regalo una moneda de 40 centavos que constituía una fortuna para cualquier niño en ese tiempo. Nunca lo olvidaré, llegaba con su roja sonrisa y con atronadora voz me llamaba por mi otro nombre y me felicitaba entregándome la moneda con el rostro de Camilo Cienfuegos, para después ir a degustar con exquisita educación el kake, con mucho merengue como le gustaba.
En mi memoria de aquel maravilloso tiempo persiste aquel remoto día donde estábamos en la escuelita de Caridad, la temida maestra tuvo que salir y dejarnos por unos momentos solos, aquello fue una tremenda fiesta, nos tiramos papeles y tizas, hablamos alto e incluso hasta se dijeron algunas malas palabras, aunque no de las peores. Mi amigo quién era sin dudas el más divertido en aquel tremendo aquelarre cantó desafinado un corrido mexicano, que era el tema de la aventura que pasaban en ese tiempo por la televisión y hasta bailó un efímero guaguancó desde la cabecera de la mesa de la derecha, pegada a la puerta de entrada donde lo sentaba la maestra Caridad, por ser el de mayor estatura, y todos lo admirábamos como el más entusiasta de lo que ocurría, e inobjetable protagonista de aquella algarabía clandestina.
De pronto, la maestra entró lenta y silenciosamente, todos nos congelamos por un instante para después bajar nuestras manos y cerrar las culpables bocas escandalosas ante el terror que nos inspiraba la profesora ante tal falta, pero Osvaldo no la vio, ni cuenta se dio de nuestra actitud, por eso desde lo más interior de su festiva alma brotó aquella frase a viva voz que 32 años más tarde recuerdo como si la acabara de vociferar - ¡Caballero, como gozo! - La maestra Caridad entró y lo atrapó en medio de su exclamación, le grito - Osvaldo - mientras lo miró aparentemente furiosa con los ojos retorcidos. No recuerdo si nos regañó o no, eso fue algo intrascendental comparado con aquella frase que incorporé por siempre a mi recuerdo.
Más tarde fui al baño y al regresar a mi asiento en la pacificada aula, escuché furtivamente que la maestra Caridad “ahogada de la risa” le contaba a su hermana Millo - tuve que aguantarme para no reírme delante de los demás muchachos, pero ese Osvaldo gritando - Caballero, como gozo-, fue único.
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