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Esta vez llegué El Alto por arriba de los techos, el silencioso teleférico me puso en pocos minutos allí, en una de las ciudades más altas del planeta, esta vez sin el riesgo de un bloqueo o una de las trancaderas que se arman en la carretera que la une con La Paz.
Indudablemente desde arriba todo se ve más lindo, desde las heladas cumbres andinas hasta las edificaciones que nunca terminan de construirse, como si quisieran ser adolescentes generación tras generación. Casas, calles, autos, gente, las azoteas con la ropa puesta a secar al sol que está más cerca, incluso la publicidad adaptada a ser apreciada con vista de pájaro, desde arriba.
Casi sin darme cuenta la puerta de mi nave se abrió en marcha, tal como los carritos que montaba en los parques de diversiones que nunca se detenían. Bajé y volví al último lugar que había estado diez años antes, esta vez en una moderna terminal que orgullosa se identificaba en lengua aymara como Jach'a Qhathu y me di cuenta que ya estaba en la Feria 16 de Julio, de la que se precian los alteños y alteñas de su gran dimensión y sus bajos precios.
El calor de los Andes me envolvió y no sólo el de los pobladores de esa ciudad, también el de aquella tarde que pareció desterrar el eterno frío de aquello 4000 metros sobre el nivel del mar.
Mi mano y mi cámara no se detuvieron, quería tener un recuerdo de todo y así fue, las personas que era lo que más me interesaba dejar constancia se mostraron muy afectivas e incluso algunos posaron al lente ávido de imágenes.
Por la misma vía bajé a La Paz, en la terminal de buses anunciaban victoriosamente que un bloqueo de caminos en la vía a Santa Cruz había sido levantado. Una llamada telefónica de felicitación me recordó que era el día de la amistad, por supuesto no podía ser otro día donde recibiera tantas muestras de afecto y así con la alegría en alto el ómnibus partió raudo acercándome al oriente boliviano mientras me alejaba de la magia de El Alto.
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