La ciudad está llena
de cañones, piezas de artillería de muchas épocas que ni se sabe bien cómo
fueron apareciendo. Cañones que apuntan al mar, a tierra, al cielo, pero
cañones que en 5 siglos han disparado muy poco a excepción del cañonazo de las
9, que aun suena y sonará su diaria bala de salva abrazando el tiempo.
Cuando La Habana era
poco más que un pueblito algunos piratas se atrevieron a atacarla, después se
armó de cañones y aunque asediada ya no hicieron el intento hasta 1762 cuando
los ingleses la atacaron e incluso la tomaron, pero esta vez las piezas de
artillería poco sirvieron, pues los muy picaros desembarcaron por Cojimar, una
localidad cercana, avanzaron a la capital y atacaron sus fortalezas desde
tierra haciendo inútiles las batería de pesados cañones aletargados que miraban
al mar.
Después llegó más
artillería, cuatro bocas, antiaéreas, misiles tierra-tierra, tierra-aire y
cuanta combinación apareciera, lo cierto es que afortunadamente no se le dio
mucho más uso que el de sus abuelos de hierro macizo.
Como monumento
improvisado, sin una ley o reglamento que lo ordene, la mayoría de los cañones
de la ciudad están enterrados en el pavimento, tal vez una analogía de aquello
de “enterrar el hacha”, un grito a esa paz que no hemos dejado de tener a pesar
de los histéricos gritos de guerra tan escuchados. Así, desde mi barrio de
origen, donde también yace enterrado un cañón, hasta las zonas residenciales
los podemos encontrar en cualquier parte, en cualquier posición, siempre haciéndonos
recordar que los habaneros aunque no disparemos
un tiro siempre estaremos bien protegidos.