Todo comenzó aquel día cuando se percató que su
carnet de identidad estaba próximo a vencer. Salió animado en la tarde, y
aunque no muy diestro en eso de ubicar direcciones, llegó sin mucho
contratiempo a un lugar llamado SEGIP, donde se realizan los trámites al
efecto. Había llovido y el sol ardiente aun no había evaporado el rastro de
barro que dejó la rápida y fuerte lluvia, entonces sus zapatos nuevos y cómodos
como ninguno, comprados en su viaje a la vecina nación conocieron el fango por
primera vez.
Una vez allí y ver todo cerrado se percató de
que había llegado tarde aunque sólo eran las 2. No estaba solo, dos o tres trastardados miraban
confundidos la edificación donde debían atender su gestión. Alguien tocó un
timbre que se camuflaba entre indicaciones y publicidades
(ninguna decía la hora de atención), de una ventana en el piso de arriba asomó
la cara de un hombre quien con su mano derecha hizo un ademán indicando que le
esperaran. Bajó enseguida y solicito repartió unos papelitos donde ya se daban
las indicaciones para iniciar el trámite, casi al retirarse el pequeño grupo
alguien preguntó por el horario de atención y el hombre, sin dejar su
amabilidad, les dijo que empezaban a las siete y treinta de la mañana - por
favor, estén bien temprano que solamente damos 40 fichas, hay gente
que viene a las dos de la madrugada.
A las seis de la mañana, aun de noche ya
estaba plantado frente al SEGIP (aun no sabía que querían decir aquellas
siglas), delante de él unas doce personas de diferentes nacionalidades
hacía cola. Todo fue rápido, aun no eran las 8 de la mañana y ya le habían
revisado los documentos sobre todo lo concerniente al depósito de 60 dólares,
que es lo que cuesta el dichoso carnet para los extranjeros. La
funcionaria que lo atendió, muy amable también, le comunicó que todo estaba
correcto y le dio una cita 4 meses y 21 días más tarde para hacerse la foto.
Mientras se alejaba pensó, cómo era posible que si se pasaba 25 días del
vencimiento de su documento de identidad le imponían una considerable multa que
se acumulaba diariamente, tendría entonces que andar varios meses con el
documento vencido sin que nadie pagara multa por ello. Eso y más se preguntó y
es posible que aun se siga preguntando él y muchos más porque las respuestas
son nulas.
Gracias a un amigo que le aconsejó que fuera de
nuevo, volvió al SEGIP, allí se lo informaron oficialmente, que si iba
temprano, bien temprano, podía conseguir ficha, así lo hizo y dos
días después amaneció frente a la puerta de aquellas oficinas, era la
decimotercera persona que llegaba, pero como no era supersticioso, esperó. Todo
salió bien, antes de las ocho de la mañana ya le habían atendido y le dijeron
que si quería esperar hasta las 11 o que regresara a esa hora para hacerse la
foto.
En menos de una semana ya andaba con su
reluciente carnet de de identidad de extranjero. Entonces decidió hacer un
trámite que tenía pendiente y no podía realizar por no contar con documento de
identidad: Tramitar, como cada año (algo que aun no entiende ni nadie le explica),
las autorizaciones para obtener un nuevo talonario para emitir facturas que
constan para pagar los impuestos por los servicios que presta.
Llegó el lunes y bien temprano se dirigió a las
oficinas de impuestos internos, fue de los primeros en entrar y he ahí la
primera decepción - señor este trámite ya no se hace aquí, ahoringa es
en la Beni y cuarto anillo. No se decepcionó y partió raudo a las nuevas
oficinas. Lo atendieron en información donde le dieron un papel impreso con
todos los requisitos para hacer lo que creía una sencilla gestión.
Reunió todos los documentos solicitados, creyó
que había hecho la inscripción requerida por internet y de nuevo se personó en
las oficinas de impuestos internos pero…después de hacer una breve fila
(prefiero decir cola), para ser atendido en información. El funcionario le
explicó que ya no había ficha y no lo podían atender pues era casi las cuatro y
media de la tarde y cerraban a las seis.
Ya no tan alegre concurrió otra mañana temprano,
el de información lo remitió con una joven que lo atendió muy atentamente,
reviso los documentos y le dijo que la inscripción no estaba correcta, que allí
mismo le ayudarían a hacerla correctamente. De nuevo hizo la cola, el de
información le entregó un papelito con un número. En poco tiempo fue llamado a
un grupo de computadoras, tomó asiento y asesorado por dos jóvenes al efecto
pudo hacer la inscripción correctamente, o al menos eso creyó.
Triunfante hizo de nuevo la cola para sacar una
ficha en información que lo remitiera a la joven que atentamente le había
atendido antes. El de información lo miro con pena, se rascó la cabeza, observó
la hora en el celular y le dijo con voz de funeral que ya se habían acabado las
fichas, que volviera al día siguiente, temprano.
Era lunes y llovía, llovía torrencialmente y en
Santa Cruz de la Sierra las calles se inundan y los buses no pueden
salir a realizar su labor pues tienen que transitar por muchas
calles sin pavimentar que se convierten en verdaderos ríos, pero tuvo suerte y
pudo llegar temprano a las oficinas de Impuestos Internos, era el primero y a
la hora que abrieron solo sumaban tres, por supuesto bajo ese aguacero a pocos
se le ocurriría ir a hacer trámites para pagar, no para cobrar dinero.
Afortunadamente a la joven atenta no le impresionó la lluvia y fue a trabajar,
lo atendió amablemente, observándole que el aviso de electricidad que llevaba
era una copia y no el original. Ni corto ni perezoso partió bajo la lluvia a
buscar el solicitado, lo encontró y regresó a Impuestos Internos.
El de información le anunció que el aviso que
llevaba original no servía porque estaba vencido del tiempo mínimo exigido de
60 días, lo que era cierto pero cuando inició su tránsito por aquel largo y
tortuoso camino aun faltaba mucho tiempo por vencer. De nuevo bajo la lluvia de
aquella mañana que parecía no terminar, llegó a las oficinas centrales de la
Cooperativa Rural de Electrificación (CRE), tampoco entendió lo de
rural. Allí le entregaron una ficha y lo enviaron a información. Con
una sonrisa, la de información le informó, por supuesto, que no podían darle
una copia pues él no era el propietario de donde vivía. Casi le rogó, le mostró
los pagos de meses anteriores y ella impasiblemente le dijo que sólo si traía
una copia del contrato de alquiler podía darle una copia del aviso de pago de
electricidad de la fecha que él solicitaba.
Bajo el agua, que no cesaba, pudo conseguir una
copia del contrato. Llegó de nuevo a la CRE, empapado de pies a cabeza. La de
información, quien le había negado el aviso no estaba, le atendió otra que sin
mirar el imprescindible contrato le entregó un reluciente aviso de luz
original.
Corrió de nuevo a Impuestos Internos, gracias a
la lluvia esperaban pocas personas. El de información, una vez que comprobó que
el aviso de la CRE estaba correcto le entregó una ficha para pasar a la otra
oficina. Desde que llegó se percató que la joven solicita atendía un caso
complicado, el otro funcionario parecía que pronto iba a terminar con la
persona que atendía. En su interior imploró para que no le tocara con él, su
cara de ningún amigo anunciaba que le iba a buscar algún error, una
coma, un punto, una fecha, un número o algo que demostrara que tenía el poder
de hacerlo ir y venir cuantas veces le viniera en gana. Así fue, apenas sin
mirar el contrato de trabajo le dijo que estaba vencido y a pesar de las
protestas le espetó que si no quería se quejara con el supervisor, la mañana
había terminado diez minutos antes y aquel funcionario evidentemente no iba a
embarcarse en un nuevo trámite.
Le explicó de su agonía lluviosa al supervisor,
de los tres viajes bajo un torrente de agua a aquellas oficinas azules, el
hombre de sonrisa gratis y lentes inteligentes lo comprendió, le dijo que
volviera con todo lo requerido y que lo fuera a ver directamente para
que no tuviera que hacer cola y ser atendido.
Entró decidido la tarde siguiente tratando de
esconder la derrota que presentía en lo más intimo de su ser. El supervisor de
sonrisa gratis y lentes inteligentes, tal y como le prometió le dijo a la joven
solicita que lo atendiera cuando terminara con las personas que tenía ante su
escritorio, tardó algo pero por fin él pudo sentarse frente a ella con todos
sus documentos correctamente…al menos eso creía. Ella puso cara de
desespero, miró el monitor de la computadora, sus ojos iban vertiginosamente de
la pantalla al papel con el número de inscripción impreso que le habían
entregado varios días antes en esas mismas oficinas. Con mucha pena le dijo que
en vez de hacerle una inscripción le había inhabilitado su constancia de
contribuyente. Escribió en un papel las instrucciones de lo que
debía hacer la persona que lo atendiera en la parte delantera de Impuestos
Internos, donde están las computadoras.
Media hora después volvía adonde ella con la nueva
y real inscripción, eran más de las seis de la tarde y la atenta joven atendía
de nuevo a la misma persona que cuando había ido un rato antes. Esta vez tardó
más, aun así ella no se inmutó por la hora y pasada las siete hurgó sus
documentos, tecleó varias veces, le tomó una foto, captó sus huellas digitales,
imprimió varios documentos que él firmó, le entregó copias y cuando en la
oficina sólo quedaba el supervisor cansado, que se aprestaba a apagar las
luces, se despidió de ambos afectuosamente, como si fueran grandes amigos de
toda una vida. En realidad creyó que llevaba toda la vida allí, y se retiró con
la alegría de quien gana un premio millonario.
Lo demás fue sencillo, ir al día siguiente a una
imprenta (autorizada) y solicitar, pagando 100 pesos, que le imprimieran un
talonario para emitir facturas.
Al día siguiente lo recogió, fue a su trabajo
donde le emitieron el cheque por los servicios prestados dos meses antes. Sin
titubear se dirigió al banco, con su cheque y carnet de identidad casi de estreno,
allí le entregaron los relucientes billetes de la moneda nacional.
Mientras iba a su casa pensaba, meditaba acerca
de las dificultades para poder emitir una factura que posibilite la recaudación
de impuestos “para vivir mejor”, imaginó lo felices que debían ser aquellos caseritos
y caseritas que venden mocochinche y jugos, quienes
por trabajar por un capital, que es la cuarta parte de lo que el percibe de
sueldo mensual, no tienen que pagar impuestos, ni pasar por el calvario que él
había atravesado y al parecer atravesaría año tras año.
Llegó a la intercepción, esa que le aterra, por
donde los autos o mejor dicho los chóferes de los autos se
defecan en la luz roja, la cebra o la figurita azul que indica que los peatones
pueden pasar. Siempre cruzaba alerta, mirando varias veces, pero esta vez se confió
al ver que un trío de agentes de la policía de tránsito cuidaba que los
conductores no se pasaran con la luz roja. Miró tranquilo al agente que silbato
en boca, con su cabeza cubierta con un sombrero al mejor estilo de la patrulla
de caminos canadiense, intentaba ponerse de acuerdo con sus dos compañeros para
organizar aquel caos vehicular, entonces cuando la señal se puso azul inició
confiado el paso a la otra acera. Se imaginaba un caserito vendiendo
su mocochinche sin tener que pagar impuestos cuando sintió el
impacto, un auto que aprovechando al momento en que el agente de sombrero de la
patrulla de camino canadiense le decía algo a un chofer que intentaba pasar en
rojo, torció a la izquierda (prohibida por cierto), como acostumbran
a hacer muchos cotidianamente, lo golpeó fuertemente lanzándolo al
pavimento. Solo pudo ver la cara del chófer que sacaba la cabeza por
la ventanilla mirándolo con señal de reprobación por haberse metido en su
camino y que siguió con la mayor tranquilidad. Después debió haber perdido el conocimiento
algunos segundos, los suficientes para que alguien le sacara el dinero que
acababa de cobrar y del que por supuesto debía tributar como buen
ciudadano, para vivir mejor.